lunes, 12 de julio de 2010

No quiero ofender en particular
a nadie,
mucho menos a ningún
secretario de turismo o de cultura,
o vaya uno a saber,
al director del suplemento literario
de un gran diario,
qué sé yo, a la crítica, el ambiente,
los jurados.
Pero por eso de andar por los bares,
las avenidas, los suburbios,
trajinando las noches platinadas
los neones azules
los taxis yirando
las chicas laburando
los dillers con sus hijos, de delivery,
los locos perdidos
los chicos de la calle encallecidos
los solos en los cibers
los pobres esperando la basura
los travas ofertando locura,
o la poca juventud que va quedando,
empecinada en ser así,
tan estúpidamente agresiva,
incapaz de inventarse
una utopía.
Qué quieren que les diga,
todo esto no deja de provocarme
cierto miedo, tristeza, poca poesía,
unas ganas fóbicas de encerrarme
en mi guarida y no salir más nunca,
y una enorme necesidad de escribir
como hace cincuenta setenta años,
con cierta métrica, harto (bastante) ritmo,
cadencia, rima, buenas metáforas, nuevitas,
y una pretensa, íntima antigua
y simpática eternidad
que me fascina.
Me viene también un deseo inaudito
de que se largue de una buena vez
una lluvia de aquéllas, que dure como un año,
a ver si limpia.

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